Escribo esto aquí, porque la plaza de la
Encarnación es uno de mis rincones madrileños favoritos. El conjunto integrado
por el monasterio, la plazuela y los edificios que la circundan, estupendamente
remozados, tiene un especial encanto, con un cierto aire recoleto, pese al
tráfico de la calle Arrieta. Sentarse en los escasos bancos de la plaza o en el
poyete que limita el jardín, sigue siendo algo muy recomendable.
El monasterio fue construido entre 1611 y
1616, bajo la experta mano de Juan Gómez de Mora, continuador de su tío
Francisco de Mora, y es uno de los principales exponentes del barroco
posherreriano madrileño. El modelo fue seguido en multitud de templos y
edificios de Madrid, como es el caso de la Plaza Mayor, en la que,
desgraciadamente, no se utilizó el pedernal, al menos en las fachadas, lo que
le habría dado un aspecto aún más majestuoso del que ya tiene, y además me
habría permitido escribir largo y tendido sobre ella. Una pena.
La fundación del monasterio se debe a la
reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, impulsada por el fervor
religioso que le inspiró la madre Mariana de San José. El edificio formaba
parte de un amplio complejo unido al Alcázar con el que se comunicaba por un
pasadizo extendido entre uno de los laterales de la fachada principal del
convento y la Casa del Tesoro, contigua al Alcázar.
Sin duda, lo que hace más popular al
monasterio es la custodia de la famosa sangre de San Pantaleón, que se licua
cada 27 de julio, siempre, claro está que no haya algún desastre que lo impida.
Personalmente la plaza de la Encarnación
forma parte importante de mi infancia, ya que estaba en el camino del
parvulario de mi colegio, en la calle de La Bola, en donde teníamos nuestra
“cancha” de baloncesto...(ver Escuela Superior de Conservación)
También en la calle de la Bola teníamos
nuestro médico de cabecera, muy avanzado para su época, al que íbamos para que
“nos echara los rayos X”,
sistema ideal para vigilar los pulmones, máxima preocupación de aquellos años
de la posguerra.
En uno de aquellos tránsitos por la plaza
asistimos al rodaje de una escena de una película, en la que un coche de
principios del siglo pasado se iba llenando de padres e hijos. Luego resultó
que era la segunda escena de Novio a la vista, rodada por Luis García
Berlanga en 1951. Una familia, que salía para su veraneo en Lindamar, esperaba
al hijo que venía de examinarse y suspender en el Instituto de San Isidro.
Antes que el protagonista, se había examinado, el “no Rey”, Don
Juan, al que le preguntaban por la dinastía de los Borbones, y respondía
aquello de: “Los Borbones son: Felipe V,
Luis I, Fernando VI, Carlos III; Carlos IV, Fernando VII, Isabel II, Alfonso
XII ... y papá” lo que era recibido con aplausos por el tribunal.
Sobre el noble uso del pedernal poco hay
que decir en este caso, más allá de recrearse con las imágenes de las distintas
fachadas del monasterio. ¡Qué espectáculo habría supuesto un uso similar en la
Plaza Mayor, en la Casa de la Villa y en tantos otros edificios construidos en
la misma época, siguiendo las directrices de Juan Gómez de la Mora!
De
nuevo encontramos el pedernal incluido en cuarteles de dos anchuras distintas
separados por una doble fila de ladrillos. El pedernal está aplanado por la
argamasa y el ladrillo está separado por una llaga blanca muy visible.
Obsérvese el color oscuro de este pedernal para compararlo, cuando sea
oportuno, con el color del pedernal incorporado en otros edificios.
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