Este blog quiere ser un testimonio de
reconocimiento hacia Madrid. No pretende ser, y desde luego no lo es, un
ejercicio de erudición, aunque en el documento se hable de historia, de
arquitectura, de urbanismo, de mineralogía, de sociología… pero siempre hago
uso de estas nobles disciplinas desde la óptica del simple aficionado.
Cualquier hijo puede reflexionar y rendir homenaje
al esfuerzo que realizaron sus padres, no sólo para mantenerle y darle unos
estudios o un oficio, sino para educarle sin más preparación que la que da la
vida. Para ello, el hijo no necesita graduación alguna en psicología o
psiquiatría, le basta con hacer un buen uso del amor filial. De modo similar,
yo alego amor filial a mi pueblo para realizar este blog, sin necesitar
estar doctorado en ninguna de estas ciencias.
En tan escasa líneas ya he aludido en dos ocasiones
a “mi pueblo” y eso está pidiendo una aclaración. Para ello es necesario que me
refiera al lugar, pero aún es más preciso que me refiera al tiempo.
Vine a nacer en el año 41 del pasado siglo, lo que
dicho así parece una provocación, pero será una expresión absolutamente
habitual a medida que pasen muy pocos años y las generaciones más jóvenes vayan
llenando los tramos inferiores de la pirámide de edad. Como luego supe, cuando nací,
todo el mundo “civilizado” estaba en guerra, menos nosotros que estábamos en lo
más profundo de la posguerra.
Muchas de las vivencias de mi infancia tendrían que
ver con la estrechez de la posguerra, pero también otras muchas tendrían que
ver con el aún escaso desarrollo tecnológico que se había producido, y que se
dispararía con el fin de la guerra grande.
Lo que me sorprendió, años más tarde, con la
llegada de la democracia es que entre esas vivencias no estuvieran anidadas ni
la represión, ni la frustración que, al parecer, vivió tan intensamente mucha
gente de mi generación, y que les ha servido de acicate para su creación
artística a cantantes, novelistas o cineastas. Es cierto que mis amigos y yo
estábamos siempre huyendo de los chapas, que es como llamábamos a los
municipales por el enorme escudo que lucían en el pecho, y que teníamos la
guerra declarada con un jardinero de las Vistillas, al que llamábamos Gepeto,
aunque no era desde luego un vejete simpático. Pero esto era fruto del hecho
social de que los niños sólo tuviéramos obligaciones, y que nuestro único
derecho fuera el de jugar, sin gastar dinero y sin molestar a ninguna persona
mayor.
Confieso que mi falta de frustraciones me llegó a
preocupar, haciendo que me preguntara por la razón de su ausencia. Revisé mi familia,
mi barrio, mi colegio, mis amigos…, y no encontré nada. Mi padre no era un
paniaguado del Régimen, lo que habría explicado todo; en mi familia había
habido soldados en ambos bandos, unos por convicción y otros porque les había
tocado, pero no había ni odios ni rencores; en mi barrio convivían hijos de
ambos bandos, y como era un barrio sencillo, los del bando vencedor eran
también sencillos; por último, mi colegio, que merecería un blog
completo, tenía refugiados a un buen número de profesores no bien vistos por el
Régimen, de forma tal que ni nos hicieron cantar el Cara al sol, ni nos sometieron a
misas y rosarios interminables. Total, que no estaba frustrado y que ello no
era por ser insensible o lacayo, sino porque existía otra realidad paralela a la
que nos han contado de forma obsesiva.
Bueno, sirvan estas divagaciones para concluir que
nací en un Madrid estrecho y con estrechez, con gente que trataba de olvidar
todo lo recientemente ocurrido. Nací en un año en el que mi “otro Madrid”, mi
Real Madrid, no se comía un rosco, incluso coqueteaba con el descenso.
Sus jugadores pasaban limitaciones alimenticias,
mientras que los vecinos del Atleti de Aviación, que habían sido repescados de
la segunda división por el Ejército del Aire y se alimentaban de su economato,
ganaban los títulos. Si hubiera habido entonces televisión, yo también podría
haber dicho aquello de: Papá,
¿por qué somos del Madrí? Y ahora tenemos que
aguantar eso de que somos el equipo del Gobierno… ¡diiita sea la...!
Para terminar con la dimensión temporal
añadiré, como hacía José Luis Garci en la presentación de ¡Qué grande es el cine!, que en 1941 nacieron Plácido
Domingo, Joan Báez, Bob Dylan o Terence Hill; que, por el contrario, murieron
Alfonso XIII, Virginia Woolf o James Joyce; que Gary Cooper ganó el Óscar por El Sargento York; y que un periódico costaba 25
céntimos de peseta, es decir, 0.0015 euros.
En cuanto al lugar de mi nacimiento, algo ya ha
quedado establecido más arriba, pero por si hubiera alguna duda, y sin ánimo de
humillar a nadie, yo nací en Las Vistillas. No en el Sanatorio del Rosario, ni
en la Maternidad de O`Donnell, ni en ninguna otra clínica. No, yo nací, simple
y llanamente, en la casa de mis padres, en Las Vistillas, como la pinturera
modistilla, de la copla que baila el chotis como el que lava,
salvando las distancias, por supuesto.
Es claro que en aquel Madrid ya existían Chamberí,
el barrio de Salamanca, el Viso, o la Ciudad Lineal, pero todo ello me parecía
lejano o muy lejano. Eran tiempos en los que ir a la Casa de Campo era una
excursión, en los que ir a la calle de Alfonso XIII o a la Ciudad Jardín era ir
al extrarradio o en los que para llegar al Estadio de Chamartín había que
bordear algunas huertas, una vez que se dejaba atrás Casa Huete, taberna
situada más o menos donde estaba el Windsor, y que pertenecía a uno de los
jugadores del Madrid de los años 40.
En ese mi Madrid, en el que la mayoría vivía con
una economía ajustada y con escasez de abastecimiento de lo más elemental, como
el pan o la electricidad, los límites en los que se movía una familia eran
estrechos y su movilidad reducida, de forma que un barrio, y sus alrededores
inmediatos, era más que suficiente para desarrollar una vida plenamente llena.
El mundo de los niños de barrio era aún más limitado, sobre todo cuando se
disponía de un espacio tan amplio y acotado como Las Vistillas y sus cuestas,
para jugar.
Al cine, íbamos los jueves, tarde en la que no
había colegio, a ver las sesiones dobles que ponían en los cines del barrio,
con la correspondiente y ruidosa ingesta de pipas, que unida al infame sonido
de la sala, convertía en un milagro enterarse de los diálogos, aunque lo
importante era la acción y la llegada del séptimo de caballería para acabar,
una y otra vez con los malvados pieles rojas. Mucho menos frecuente era la
asistencia a salas de mayor nivel, con sesiones numeradas, en lo que se
llamaban “cines de reestreno”, mientras que los de estreno, reducidos entonces
casi en exclusiva a la Gran Vía, eran “rara avis” para una familia modesta.
Poco a poco, las limitaciones de las zonas de ocio,
del colegio, de la ubicación de la familia, etc., fueron configurando un
territorio que se me aparecía como suficiente para desarrollar una vida con
todos sus ingredientes básicos. Con la perspectiva actual he venido a
identificar que ese territorio viene a coincidir, prácticamente, con el Madrid
de la muralla cristiana y sus arrabales.
Con el transcurrir de los años, tras la lectura de
los clásicos españoles o no, con la visita a muchas ciudades españolas y a
otras cuantas significativas a uno y otro lado del Atlántico, he llegado a la
conclusión de que en una comunidad reducida está compendiado todo cuanto en
común tienen los seres humanos en lo básico, y todas las diferencias que pueden
presentar en lo superficial. Si lo básico es aquello que te permite sentirte
ciudadano del mundo en cualquier rincón del planeta, lo superficial es lo que
te permite identificarte con un único lugar, al que se termina denominando, mi
pueblo.
Por tanto, ese pueblo al que confieso pertenecer y
al que rindo homenaje con este blog es el cercado por la muralla
cristiana y sus arrabales. No obstante, en un ejercicio de generosidad
intelectual, admito la existencia de un Madrid limitado por la cerca de Felipe
IV, que viene a coincidir con el magníficamente representado por Pedro Texeira
en su Topografía de la Villa de Madrid de 1656.
En una reunión profesional, ante un matrimonio
amigo, mantuve mi convencimiento sobre la limitación de Madrid. La esposa,
entre asombrada y zumbona preguntó: entonces,
nosotros que vivimos en la Plaza de Castilla, ¿no vivimos en Madrid? Yo que sabía que era zaragozana, y por ello
sensible a la invasión napoleónica, le hice ver que Napoleón había acampado en
Chamartín, y que aun así “no había entrado en Madrid”, renunciando a su entrada
triunfal prevista para el 4 de diciembre, día de Santa Bárbara. Se rindió a la
evidencia.
Para completar mi identificación con mi Madrid,
encontré a mi contraria, con la que ya me he casado dos veces, y espero hacerlo
una tercera vez en las bodas de oro, en los arrabales, a un centenar de metros
de la Puerta de Moros y otros tantos de la Puerta Cerrada, con lo que el
conocido aforismo: ¿Usted de qué pueblo es? Yo, del de mi mujer no ha
hecho más que remachar gozosamente el clavo del sentimiento filial.